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El Dorado colombiano, 2a Parte – Jorge Cerball – 13.11.2009

Miércoles, 16 de Diciembre de 2009

Debemos agradecer a Jorge Cerball su relato, a partir de hoy la segunda parte, que nos permite llegar a conocer un país desde la óptica de un boliviano que reside en Bruselas.

Jorge Cerball 9.2009

Jorge Cerball [ jr243790@scarlet.be ]

Así es, caros lectores, el relato continúa. Les sorprende? Sucede que mi tintero está aun cargado. Normal, pues pasar cuatro semanas en país tan vasto y diverso como es Colombia fue para nuestro cuarteto una suerte que nos propusimos explotar a fondo.  Me embriagué con Colombia.

(nuevo capítulo “Epílogo”, subido en fecha 16.12.2009)


Exagero? No creo, pues como hace notar Fernando desde Cochabamba, ese país es verdaderamente un tesoro escondido, por el momento reservado a los que se aventuran a ir a pesar de su tan curtida mala fama.  Pero no hay duda que se está abriendo. La prueba, por si hiciera falta, por un lado el enorme edificio que construye actualmente en Bogotá Marriot, la cadena internacional de grandes hoteles.  Por otro, la voluntad evidente de los colombianos interesados en promover el turismo extranjero, organizando campañas provocadoras como la de la frase “El riesgo es que quieras quedarte”, en la ardua tarea que brega por romper estereotipos.

Lo conseguirán?  Hay ciertamente mucho que mejorar incluso en lo elemental e imprescindible.  Por ejemplo, los planos camineros, la señalización, las guías turísticas, dejan que desear.  Si nosotros hablábamos castellano, no será el caso de todos los visitantes potenciales.

En un país donde todas las regiones no ofrecen la misma seguridad y donde mostrarse perdido podría ser peligroso, pensamos que más valía hacernos ayudar por especialistas del turismo local.  De modo que depositamos nuestra confianza en Ana María, una amable agente  de “Viajes Galeón”, tanto para organizar el primero como este segundo viaje que me apresto a relatar.

El vuelo diario de Avianca para Riohacha sale a las 11 de la mañana con un Fokker 100 que cubre la distancia en una hora 15 minutos.  Llueve en Bogotá a esa hora y la temperatura está en 19 grados.  En Riohacha, población importante de la Guajira con 200.000 habitantes, es decir, al Noreste y a pocos kilómetros de la frontera venezolana, nos anuncian a esa misma hora 37 grados en la sombra.

En el aeropuerto El Dorado, como para ilustrar la inexperiencia de nuestra agente de viajes, hay un problema con el pasaje de mi esposa.
Lo han emitido con mi apellido y como en su pasaporte ella figura con su nombre de soltera, sin mención del nombre de casada (así es ahora en Europa), el jefe de la seguridad de Avianca rehusa terminantemente dejarla embarcar.  Por supuesto que no podemos probar que se trata de mi esposa pues nunca imaginamos cargar con nuestro certificado de matrimonio. Buscando en mis múltiples tarjetas que pueblan mi billetera encuentro la de la “asociación de familias numerosas” de Bélgica, donde figuramos ambos con sendos apellidos. Gran Jefe no quiere ni mirarla y tampoco quiere saber  nada del billete de regreso que está correctamente emitido, pues es de Aires y no de Avianca. Y desaparece. Ya los pasajeros están embarcando y la agencia de viajes no contesta al teléfono.  La empleada del mostrador de Avianca contacta a su superior y nos pide avanzar hasta el control de equipajes.  Al fin responde Ana María al teléfono y sugiere que salgamos del paso comprando otro billete que ella va a reembolsar a nuestro regreso.  No hay tiempo.  De pronto, “pasen”, nos dice la empleada toda compungida, “mi superior asume su responsabilidad”. Uf!

Un taxi nos lleva hasta nuestro hotel atravesando avenidas encementadas pero así y todo polvorientas, por donde circula toda clase de vehículos, entre ellos triciclos provistos de un asiento trasero cubierto para el transporte de dos personas.  Las escuálida palmeritas y la baja vegetación clamaría a gritos por un poco de agua si pudiera.  La Colombia profunda, la del sol abrasador, la del agua racionada y distribuida 3 veces a la semana, la de la suciedad omnipresente, de los depósitos de basura a ambos lados de cada vía que entra a la ciudad.  A nuestro vetusto pero limpio hotel  le doy dos estrellas. Habitaciones con aire acondicionado,  camas  amplias y cómodas, baño sin agua caliente, superflua teniendo en cuenta el calor reinante. A una cuadra está la playa sombreada por palmeras. La amplia vereda que la bordea sirve de paseo y de mercado artesanal donde se instalan los indios guajiros a vender sus tejidos y sombreros.  Después del almuerzo en un local amplio, un hangar con ventiladores suspendidos que en cierta medida usurpa sin escrúpulos el título de “restaurante”, un guía vendrá a recogernos para la visita de una “ranchería”.  Se trata de una comunidad de indígenas de la tribu Wayuú, a 20 minutos en 4×4 hacia el interior.

Cuando no se ocupa de los turistas, Andrés nuestro guía tiene un taller de mecánica  y es muy jovial y afable.  El se ocupará de todo durante nuestra estadía, empezando por contactar la ranchería, pues no se llega a  territorio wayuú sin anunciarse de antemano.

La carretera es un terraplén de ripio en unas partes, de restos de asfalto en otras y de huecos y bordes carcomidos en todas.  La entrada de la ranchería está a pocos metros del camino.  Adentro, la escuelita de una sola aula es en ladrillo y techo de Eternit ondulado mientras las chozas están esparcidas sin orden aparente, postes plantados en el terreno arenoso, paredes y techo en varas de cactus seco y bruto. La casa wayuú es un recinto que proteje a cada familia del ; la lluvia es totalmente ajena a estos parajes.  Se duerme en “chinchorros”
(hamacas).  La vegetación circundante está compuesta de arbustos espinosos y de cactus.  Antes de la conferencia que nos dará una representante de la tribu, se nos invita a la venta de bolsos tejidos, con borlas y colores  variados, sólidos  y con muy buen gusto. Un jovencito atiende una mesita donde vende  licores  y brebajes varios en botellas.  Una de ellas contiene un pene de toro. “Para qué sirve?”, …
vaya pregunta ingenua . -”Mi papá dice que estimula la sexualidad”, me responde ufano. “Y qué contiene la otra botella?” – “Una culebra y hierbas especiales”. “Y para qué sirve el brebaje”? “Para toda clase de males”.

La conferencista es una mujer probablemente en los cuarenta, que viste el amplio vestido típico, ornado de collares vistosos.  En buen castellano describe para nuestro grupo y para otro de 6 colombianos el funcionamiento de la comunidad Wayuú.  Es un matriarcado, por consiguiente donde las decisiones importantes incumben a las mujeres de la tribu.  La oradora atribuye la subsistencia de las comunidades a esta estructura social, pues los hombres tendrían tendencia a partir para vivir entre los blancos, con pérdida de sus tradiciones y de su identidad.  El hombre que quiere casarse debe aportar un número suficiente de cabras, las cabras siendo la única riqueza imaginable en este mundo wayuú.  Es lo único que cuenta y las historias de casamiento por amor notienen ningún valor en el proceso.  Ella misma a los 14 años fue dada en matrimonio a un hombre que vivía en Riohacha y que ofreció dinero.  Nada que le haya procurado a ella felicidad, reconoce con cierta amargura y franqueza.  Los Wayuú consideran que viven en cierta autonomía con relación al Estado colombiano. Así es que se aplica la justicia comunitaria y los delitos cometidos dentro de la comunidad, son juzgados por el tribunal femenino.

Entran ahora 3 mujeres con el rostro maquillado con líneas ocre, vestidas con amplio vestido de vivos colores y con un velo sobre la cabeza.  La danza requiere que las mujeres avancen y acosen al hombre (el muchacho que vendía los brebajes se ha puesto un paño en la cintura) para hacerlo retroceder y si posible hacerlo caer… a manera de representación del matriarcado.

Para terminar, nos ofrecen caminar por el dominio, mientras se pone el sol y pronto quedamos caminando y haciendo preguntas sobre la vida de la tribu, a la tenue luz de un cielo estrellado, en medio de luciérnagas que nos acompañan.  Y a nuestro regreso al villorio nos traen un plato típico hecho de arepas de maíz y carne huesuda de chivo.  Yo lo hallé sabroso, pero sepan que cuando niño yo comí tierra y en una ocasión hasta un mono cazado en la selva, durante un viaje por los ríos de la Amazonía.

El Dorado colombiano, 2a Parte (2) Cabo de la VELA.

De acuerdo a cifras publicadas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el Producto Interno Bruto por habitante en 2006 llegó a 7000 dólares, inferior al PIB de Venezuela o  Brasil, pero ampliamente superior al de Ecuador o Bolivia.  Sin embargo, en 2005, 42% de los colombianos vivían por debajo del nivel nacional de pobreza, uno de cada cuatro vivía con menos de 2 dólares por día y uno de cada cinco con menos de un dólar por día (respectivamente más de 11 millones, más de 9 millones de personas). [Fuente: Wikipedia.org]

Los promedios nacionales esconden como siempre, sobre todo en América Latina donde la concentración de la riqueza es particularmente marcada, enormes diferencias de ingresos no sólo entre las personas sino también entre las provincias de un país.  En el caso de la Guajira, me pregunto aún, a parte del turismo incipiente, de qué viven ciudades populosas como Riohacha y Uribia?  A primera vista, en la primera citada no hay otra cosa que pequeñas embarcaciones para la pesca artesanal. Lamento decirles que poca información obtuve en el internet sobre el tema.  En todo caso es sorprendente encontrarse en Riohacha con un flamante y moderno centro comercial donde se despliega la sociedad de consumo, con las grandes marcas a la moda y con un enorme “Carrefour”, copia fiel de los que se encuentran en cualquier gran ciudad francesa.  Tendría que haber explorado más la ciudad para ver dónde viven los que poseen poder de compra suficiente como para venir aquí y no al gran mercado callejero y rústico que atravesamos al caer la tarde y por casualidad, bajo la mirada escrutadora de los nativos.

Al día siguiente, a las 7 de la mañana, distingo desde mi ventana del quinto piso del hotel, en la acera de enfrente, una fila de 3 decenas de indígenas. Compuesta sobre todo por mujeres y niños,  esperan la hora de abertura de un “Centro de Salud de la Comunidad Wayuú”. Qué problemas los trae a la medicina moderna? Malnutrición? Parasitosis? No es difícil pensar en las consecuencias de la falta de agua potable en un medio propicio para estos males.

Después de desayunar, salimos en excursión por tres días. El guía sabrá a donde nos lleva.  A la salida de Riohacha  se aprovisiona  con la gasolina importada de contrabando que venden a lo largo de la calle y en pleno sol los no pocos lugareños que se la procuran pasando la frontera hasta Venezuela. Llenan allá el tanque de sus destartalados vehículos con el objeto de trasegarla con sifón a toda clase de bidones de plástico y así  revenderla por toda la zona. Comercio paralelo, improvisado, sin control ni normas de seguridad,  aprovechado también por nuestro chofer. La diferencia de precio es enorme: cuatro veces menos que el de la gasolina colombiana, que aquí -me pregunto-  a quién se le ocurriría comprar?

Nuestro destino del día es el Cabo de la Vela, lugar mentado por los folletos turísticos de la zona como extraordinario. Hay un camino asfaltado que habríamos podido pescar yendo hacia el Este hasta Cuatro Vías, pero nuestro guía prefiere mostrarnos el desierto, si no para qué el poderoso 4×4?, siguiendo la costa y por sendas en la arena esquivando matorrales y cactus.  Al cabo de una hora y media de lo que habría podido ser el Paris-Dakar, entre Tombuctú y el Oasis seco de…, nos detenemos a admirar una playa de arena blanca frente a un mar como un espejo verde e inmenso.  En la vecindad hay cuatro techos improvisados, un burro y dos chozas de las que sale estirándose un indígena.  Nuestro guía lo interpela con tono de regaño: “Qué pasa aquí, por qué hay basura en la playa? No sabes que eso es muy malo para nuestro negocio?”

La próxima meta es Manaure, a donde llegaremos con el esqueleto desajustado pues el vehículo nos sacude burlando huecos, sin que nadie haya pensado en prevenirnos en qué pirueteo nos metimos.  Después de pasar  frente a una plataforma  que extrae gas del fondo marino, continuamos a lo largo de la costa, persiguiendo lagunas que se alejan a medida que avanzamos pues sólo son espejismos, hasta  las extensas salinas donde hombrecitos negreados por el sol y la sal, de los que se protejen apenas con un sombrero y un paño en la capeza, descalzos como si fuera poco,  rastrillando la sal del agua de mar dejada por la marea.  Y a lo lejos se divisa la blanca colina de cloruro de sodio limpio de  impurezas, listo para ser embarcado con simples palas en un camión vetusto y desvencijado. Gas y sal, son riquezas que brotan donde la naturaleza nos parecía carente de interés económico, en un medio en que los nativos apenas sobreviven gracias a los cactus y a las cabras, ese animal que se diría se nutre hasta de piedras.

Unos pocos kilómetros más adelante, nos detenemos a mediodía en un caserío indígena llamado Poportín donde almorzamos con una suculenta sopa de pescado segundada por pargo rojo, verduras y la consabida arepa de maíz.  Llegamos a las 3 de la tarde a un villorio indígena desde donde se divisa sobre una colina el faro del Cabo de la Vela.  Las chozas son tan elementales que nos cuesta creer que vamos a alojar dos noches en una de ellas, sobre todo cuando nuestro guía nos pone en
guardia: “Tencan cuidado en no dejar ninguna maleta abierta para evitar que los insectos se le introduzcan”.  Segunda advertencia: “El agua del lugar viene de lejos en camiones cisternas, no la malgasten”.

El mar está, en cambio, tentador, pues un grupo de cuatro personas está bañandose o pescando con el agua hasta la cintura.  Al agua, patos! Al caer la tarde es cuestión -según el guía- de no perdernos la puesta del sol contemplada desde el faro de la colina.  Llegamos para eso a tiempo gracias a la pericia de nuestro chofer que maneja como un diablo por un camino  imaginario y particularme empinado y escabroso.  Desde la cima, inmensidad de cielo y mar merecen una foto.  Viene el regreso en oscuridad que echa rápidamente su manto sobre el paisaje al tiempo que las estrellas de la Vía Láctea entran en escena.  Ay! Ya verán que lo que hubiera de “embrujo” del Cabo de la Vela se va a desmoronar después de la cena (con mariscos y pescado, naturalmente).

Cansados de la ruda jornada de camino y con una visita de los alrededores programada para el día siguiente, no tardamos en dirigirnos a nuestros rudimentarios aposentos.  La habitación de B. y A. está separada de la nuestra por una esquemática pared en palitos de cactus seco.  De hecho, sólo la pared que separa ambos baños es un tabique de tierra.  No es difícil oír a nuestros vecinos horripilados  al encender la luz ante el desagrable cuadro que representan las horribles cucarachas que buscan guarecerse por los incontables intersticios.
Constatación idéntica cuando enciendo la luz en nuestra estrechísima sala de baño.

Con colchones tan delgados, con el ruido del grupo electrógeno que funciona hasta las 3 de la madrugada, con el chirrido de los insectos, con sábanas tan cortas que acaban por abollarse, no les quepa duda: la noche nos ha servido para tomar una decisión adoptada con mayoría absoluta al día siguiente.  Alto ahí.  No queremos saber más de este lugar.  De todas maneras, los lugareños aquí no son afables, responden fría y secamente a lo que se les pregunta.  Y responden a nuestro pedido en el desayuno: “Nos trae un poco más de café, por favor?” con un: “La leche que tenemos es en polvo y no tenemos personal para que se ocupe de preparar más  tazas, porque además lo que no se toma se pierde”, y punto, no esperan comentario. Ugh!, el tono está dado.

Que nuestro guía ponga cara de sorprendido no nos importa. Volveremos, propone,  pasando por una playa  de arena blanca que efectivamente merece una zambullida y una hora de playa a la sombra -indispensable en
este horno- de un acantilado rocoso.   Luego  empendemos el camino de
regreso a Riohacha  pasando por un  campo de 12 molinos  de viento para la producción  de energía eléctrica. Instalados en territorio Wayuú, la comunidad recibe un alquiler por concepto de ocupación del terreno.

Rumbo ahora a Uribia, bajo un sol de plomo.

La iniciativa de las comunidades indígenas buscando desarrollar el turismo donde el atractivo principal es la naturaleza (inmensas  playas desiertas, bendito silencio) podría ofrecer algo muy valioso -y cada vez más valorado- al hombre de la ciudad, a cambio de empleo local sin destrucción ni violación del medio. La idea cunde un poco por todas partes donde ese potencial existe.

Mientras nos alejábamos de Cabo de la Vela por la maltratada carretera ripiada, me preguntaba por qué en ciertos lugares nos habríamos quedado con gusto más tiempo del programado y por qué de otros salimos jurando jamás volver.

El turismo “ecológico” pone en contacto dos modos de vida radicalmente opuestos.  Esto lo sabe el visitante que viene, por un lado, con la idea de descubrir, de sorprenderse, de admirar; por otro lado, de ninguna manera para caer en situaciones de peligro para su salud o para su integridad física.  Steven Spielberg caricaturiza esto con maestría en su película “Jurassic Parc”.

Por consiguiente, turismo ecológico no rima ni con hacinamiento o estrechez, ni con suciedad, ni -merece la pena recordarlo- con ruido o música grabada a todo dar, ni con artefactos destinados a experimentar la velocidad, o cualquier cosa que perturbe calma,  tranquilidad, justamente lo que distingue del traqueteo de los centros urbanos.

Las enormes cucarachas que nos inspiraron asco son indicios infalibles de falta de control de los desechos, en suma, de suciedad circundante.
A parte del Baygon, quién sabe si la construcción de albergues sobre pilotes no traería -sin gran costo adicional para esta comunidad- más limpieza y un mejor control también de alacranes y serpientes, los tradicionales habitantes del desierto.

En medio de estas cavilaciones, llegamos a Cuatro Vías, un rancherío semejante a lo más pobre y rústico imaginable en  las favelas de Río de Janeiro. Glup! Nuestro chofer que hace uso de su teléfono celular para toda reservación, detiene el vehículo en las inmediaciones del camino y nos invita a sentarnos en una especie de pensión techada y sin paredes, en una mesa redonda que no es sino una enorme bobina de madera para cables recuperada.  En medio de nubes de moscas, se nos sirve probablemente la especialidad regional  consistente en un plato a base de hígado de chivo frito con arepas, doble Glup! , y que -supongo- a los turistas anteriores les habrá encantado.  Pues se equivoca totalmente con nosotros,  ya que incluso la  colombiana de nuestro grupo hace la misma mueca y el mismo gesto de los dos europeos: alejar de sí el plato.  “No, para mí solo una bebida.  Comeremos en Riohacha”.  No cabe duda, Andrés ha traído a muy pocos europeos  por esta comarca.

Todo confuso, no le queda otro recurso que acelerar por un camino que desde aquí es asfaltado y por suerte recto y sobre terreno plano.  A nuestro paso por el puente de Uribia compra de nuevo la gasolina venezolana de los vendedores improvisados.  Ya sobre el camino, a un momento dado comenta: “Ese vehículo que va delante es una bomba de tiempo”.  Efectivamente, se trata de lo que antaño fue una camioneta y ahora avanza ruedas traseras tambaleantes,  cargada con bidones de plástico con gasolina y botellones con gas.  Comienza la maniobra para pasarla por la izquierda cuando, súbitamente, el neumático trasero izquierdo le sale despedido en dirección de la cuneta izquierda y, unos segundos después lo mismo sucede con la llanta metálica.  El eje raspa el suelo y el viejo auto se detiene. Sale de él a la carrera el conductor con un extinguidor.  Nuestro chofer frena con ánimo de dirigirle un comentario.  Qué ocurrencia! Todos le gritamos que avance y se aleje lo más pronto posible de lo que podría estallar de un momento a otro con gran peligro de explosión y de incendio.  Uf!, doble uf!  Los riesgos que trae la precariedad circundante!

Adelante se divisa un control de peaje.  Andrés nos dice: “ese peaje cuesta 17 mil pesos.  Yo tengo una alternativa. más barata”.  Dicho y hecho, baja por un sendero arenoso, entre los árboles que a estas alturas ya han vuelto a reaparecer.  A unos 100 metros está un indígena que sostiene una cuerda.  Se le paga 5000, se pasa y 500 metros más adelante, se sube de nuevo a la carretera, esquivando así el peaje oficial.  Autonomía indígena se dijo?

Cont.: El Dorado colombiano, 2a Parte (4ª entrega), Garras de acero de Cerrejón_

Si la agencia de viajes hubiera sido brasileña o neoyorkina, con seguridad que nos habría programado la visita de “Iguaçu, as cataratas mais grandes do mundo” o la de “the tallest building in town”, pero como era colombiana y orgullosa de su país,  nos preparó la de “la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo”.

No se llega a tan famoso lugar, en manos de gigantes mineros como son BHP Billiton, Anglo-American PLC y Xstrata PLC,  sin haber reservado de antemano para entrar a las 9 y 30 de la mañana a más tardar. Y no se admite -insiste Andrés- ni alpargatas, ni sandalias, ni shorts, ni faldas para las damas; sólo pantalones largos y zapatos cerrados.
Medidas de seguridad o simplemente  mandarse la parte? Ya veremos.

A medida que nos alejamos de la costa y nos acercamos a la cadena de montañas que corre de Norte a Sur por la península de la Guajira, el paisaje se transforma rápidamente de desértico en exhuberante y frondoso.  Inmensos cultivos de bananos, bellas praderas verdes donde pasta ganado. Impresionante cambio, debido probablemente a que las nubes del Atlántico se acumulan frente a los cerros y terminan por condensarse en lluvia y en riachuelos sonrientes.

Al cabo de una hora de camino, llegamos al inmenso dominio de la “Compañía de Carbon del Cerrejón”, protegido por una valla metálica que hace pensar en Jurassic Parc, a donde se entra, uno por uno, por una puerta metálica giratoria, bajo la mirada escrutadora de un vigía que lleva puesta una máscara de sala de cirugía (por poco no se pone guantes blancos).  Se nos invita a pasar primero por una sala donde se nos pasa de inmediato una película video que pregona pomposa y solemnemente, una y otra vez, “Cerrejóooon, carbón para el muuuundo, progreso para Coloooombia!!!”

El comentario del video explica, en resumen, (1) que el Estado colombiano cedió en el año 2000 y por 34 años los miles de hectáreas del yacimiento -cuya riqueza permitirá explotarlo al ritmo actual durante 100 años- al conglomerado de las tres empresas mencionadas; (2) que el consorcio  produce anualmente  31 millones de toneladas, la mitad de los
73 millones que exporta Colombia; (3) que se emplea 5000 personas que trabajan en dos turnos de 12 horas diarias cada uno y que se cuenta (con qué derecho?) con otros 5000 obreros, empleados por empresas sub-contratantes; (4) que Cerrejón es un modelo en la protección del trabajador y del medio ambiente.  Y bla y bla.

Circulando en los días anteriores por el camino ripiado que corre a lo largo de la vía férrea, tuvimos la oportunidad de ver pasar el impresionantemente largo tren (de dos kilómetros de largo, 128 vagones halados por 3 motrices).  Construída por la empresa, esta vía sirve exclusivamente para el traslado del carbón desde la mina hasta un terminal especial en Puerto Bolívar, sobre una distancia de 150 kilómetros.  Cada tren acarrea 12 mil toneladas con dos recorridos diarios.

Además de nuestro grupo de 4 personas, asiste a la proyección del video lo que viene a ser un grupo de 6 estudiantes de ingeniería de minas acompañados por un joven asistente de la Universidad de Riohacha.  El se da vuelta en su asiento y pregunta a sus estudiantes: “Qué les pareció la presentación?” -”Muy interesante, contesta uno”.  Yo doy mi opinión, menos simplista que la anterior, con riesgo de dármelas de aguafiestas:
“Todo parece perfecto y color de rosa.  Esto parece una prisión y eso de “progreso para Colombia” debería resultar en gente sonriente; lo que no
me parece ser el caso”.   “Tiene usted razón”, admite el profe.  Pero ya
nos llaman para subir a un enorme autobús para la visita guiada de una de las gigantescas excavaciones, la más cercana de las 6 actualmente explotadas.

Cada uno recibe un casco, que nadie consige asegurar adecuadamente sobre la cabeza, así como gafas de plástico de protección.
Por la ventana del autobús que se pone en movimiento, vemos a la entrada de la propiedad una serie de unas 15 mansiones estilo barrio elegante californiano, con bello jardín e inmenso garage, una enorme piscina -probablemente todo eso para los jefes y ejecutivos; al otro lado, se extiende como una visión de otro mundo un campo de golf regado automáticamente, maniobra indispensable donde la temperatura debe estar en 38 grados.

No tomamos en ningún momento el mismo camino de los gigantescos camiones que acarrean el mineral subiendo por caminos en espiral sobre las laderas de los enormes fosos.  Al borde de uno de éstos, bajamos del autobús para subir a una especie de balcón metálico desde donde se contempla el gigantismo del destrozo infligido a la naturaleza.  Un camión cisterna se pasea en el fondo profundo rociando con agua los senderos para -dizque- “controlar” el polvo.  Cuando pregunto “con qué agua riega?”,  obtengo la respuesta siguiente: “Con el agua que se
acumula en el fonde de la excavación.   “Y por qué es verde esa agua?” -
“Porque contiene azufre”….  (No será más bien ácido sulfurico para el
medio ambieeeente de Coloooombia?).    Enormes palas mecánicas escarban
el mineral -que periódicamente esparcen ensordecedoras explosiones con
dinamita- y cargan gigantescas volquetas.  El trabajo en lamina nunca para; hay que sacar lo más posible antes de que se acaben los años restantes de concesión, qué diablos!

“Qué pasó con los pueblos que vivían en la zona?”, pregunto.
-”Se los delocalizó, construyéndoles casas en otro lado”.  (No correspondería más bien hablar de “se los desarraigó”?… ) “Cuánto gana un obrero que trabaja 12 horas en ese horno allá abajo?”
-”Recibe un fijo (el salario mínimo en Colombia es de 187 dólares por mes), el resto es de acuerdo a lo que produce. Sacan buen salario, de todas maneras”.
“Yo trabajé siempre en oficina, no en este calor sofocante, y sólo 7 horas y media por día, 5 días a la semana.  Cómo es posible que alguien trabaje 12 horas con ánimo de producir lo más posible -para ganar lo más
posible- sin riesgo para su seguridad, para su salud en definitiva?”
- “Tienen aire acondicionado en sus camiones, por un lado.  Y por otro, si alguno tiene un malestar, se le sirve té en la enfermería,y si es necesario se le da un buen masaje, para que pueda volver a trabajar”.
Patético, no?

Unos días más tarde, leí en la prensa que una de las empresas subcontratantes despidió a dos trabajadores sólo porque querían organizar un sindicato.  El artículo explica que en estas empresas los contratos de trabajo no exceden nunca los 6 meses.  En suma, no es todo esto una astucia que sirve primero para dividir a la fuerza laboral y luego para poder remplazar en caso de huelga de los unos con los otros que no tienen nada que perder?  Quía!, de “progreso para (cierta) Colooombia!” se trata aquí, o no?

Pero en Colombia hay mucha cesantía, con la falta de protección social que eso aquí significa, y por consiguiente la presión a la baja de los salarios es muy fuerte.  Y el Gobierno actual es adepto del ultraliberalismo y del palo para controlar al que se rebele.

Mientras discutimos, tenemos que alejarnos de los árboles frondosos que nos protegen del ardiente sol del mediodía.  Dos jardineros en principio “podan” uno de ellos con una especie de sierra a motor en la punta de un largo mango.  No es poda lo que hacen al cortar a medias y arrancar las ramas brutalmente; a eso le llamo yo masacre.  Nada que ver con la propaganda del video que se jactaba de la protección y de la política de recuperación de los destrozos propinados a la naturaleza.

Gas, sal, carbón, cualquiera creería que la riqueza llueve del cielo.
Pero sólo la lluvia moja a todo el mundo, cuando cae en alguna parte.

EL Dorado colombiano, 2a Parte (5) _Bordeando mar Caribe

_A las 8 y media de la mañana estamos listos para dejar Riohacha, a pesar de que durante dos noches y hasta la madrugada ha habido que soportar el estruendo de una discoteca instalada en la acera de enfrente  funcionando con puertas y ventanas abiertas.  Mala suerte para  nuestras ansias de silencio; aquí es fin de semana y no se concibe hacer fiesta sin que todo el mundo lo sepa.

La agencia de viajes nos destaca un minibús y un nuevo chofer cuya discreción y timidez contrasta con lo extrovertido de Andrés, quien nos da una prueba de  simpatía viniendo temprano a despedirnos.

Nuestro minibús es cómodo, con aire acondicionado y pantalla de televisión replegable atrás para los pasajeros.  Se trata de cubrir hoy los 400 Km hasta Cartagena, por un camino que bordea la costa, felizmente más bien recto salvo el paso por una punta  de la Sierra de Santa Marta.  No se prevé entrar ni a esta ciudad (400 mil habitantes, última residencia de Bolívar), ni a Barranquilla (1 millón de habitantes), y nos contentaremos con divisarlas a lo lejos, mientras cae una torrencial lluvia que frena obligatoriamente el tráfico.

A nuestro paso por la pequeña localidad de Palominos, donde vive una pareja de amigos de B. y A. originarios de Bogotá, A. les habla por su celular. B. y A. nos recuerdan que en diciembre pasado estuvieron de vacaciones aquí en  casa de esta simpática pareja. Lo gozaron mucho, pues son de agradable compañía y la región es exhuberante y dispone de muchos ríos por los que se baja fácilmente de la Sierra hasta el mar, en
kayak por ejemplo.   Como nos vamos a detener para tomar un refresco,
el amigo no tarda en llegar hasta el snack al borde de la carretera. A parte de lo particularmente flaco que se lo ve -no sé si debido a un régimen vegetariano-, la conversación con él es muy amena e interesante.  Normal, si se sabe que es una pareja que dejó la vida agitada y tensa de la capital ( y él una exitosa carrera como vendedor en una empresa) para vivir en medio de la naturaleza.  Ahora bien, me explican, al cabo de unos meses de seguimiento escolar de sus dos niños pequeños, se dieron cuenta que la educación en la localidad era de tan bajo nivel que decidieron abrir una escuelita ellos mismos donde han tenido que echar a andar la imaginación para educar a los niños del vecindario, descendientes de los indios Togui que siguen hablando su idioma ancestral y manejando mal el castellano.  Por consiguiente, para poder entenderse  con ellos están aprendiendo ellos mismos ese idioma,
del que no hay ningún manual .   Y a su casa llegan de vez en cuando
jóvenes europeos o amigos que vienen a darles una manito.  “La gran necesidad nos incitó a tomar esa iniciativa”, nos aclaran.  No se trata sólo de necesidad de escuela, sino de mucho que hacer en materia de higiene y nutrición.  “Venga unos minutos a la casa”, insiste.  Pero nuestro silencioso chofer pone reparos, por lo atrasados que estaríamos con relación al horario.

Unos kilómetros más adelante, B. se percata a través del retrovisor que el conductor nada menos que está cabeceando. Le llama enérgicamente la
atención: “Cuidado, amigo.  Te estás durmiendo.  Si necesitas descansar un rato, mejor nos detenemos para que duermas un poco!”. A lo que éste, en medio de  sopor perturbado, responde: “No; pasa que este camino es
endormecedor”.    Me recuerda la lógica del responsable de la compañía
de autobuses, al que me quejé a nuestra llegada a Potosí, meta de un viaje de 5 horas desde Sucre, por un camino de altas montañas en noche oscura como boca de lobo. “El conductor, en vez de concentrarse en su volante, no paró en todo el viaje de conversar con su ayudante”, me quejé.  La explicación que recibí: “Es que si no conversa se duerme y entonces sí que es peor”. B. pide de todas maneras parar y se instala a su lado.  Por su parte, nuestro chofer llama por celular a su hijo para que lo espere por el camino a nuestro paso por las afueras de Barranquilla.  Lo embarca a su lado, conversan unos minutos, el hijo no tarda en cabecear y se duerme.  Media hora más tarde despierta y remplaza a su padre en el volante.  La noche ha sido tumultuosa para padre e hijo, no cabe duda.

Pero, bueno, llegamos a las 4 de la tarde a nuestro destino del día: la luminosa Cartagena de Indias con sus 900 000 habitantes.  Dejando a un lado la ciudad colonial rodeada por su muralla de piedra, nos dirigimos a nuestro hotel “Capilla del Mar”, una de tantas torres modernas que erizan la península de Boca Grande.  Al anochecer el cielo se pone amenazante.  Es más prudente tomar un taxi para ir a cenar en un restaurante que conoce B.  A las 6 de la tarde somos los únicos clientes, pero como no hemos almorzado, no podemos esperar horas más convencionales.  El aguacero que cae inunda las calles y nos simplifica el programa: a dormir se dijo. Mañana visitaremos la ciudad.

El Dorado colombiano, 2a Parte (6): Luces y Sombras de Cartagena

Luces y sombras de Cartagena._

Cartagena no es una. Hay por lo menos 3, la Ciudad Vieja o « Cartagena de Indias » que de lejos se viene a admirar; la Miami Beach colombiana que a lo largo de la península de Boca Grande concentra los hoteles para turistas; y finalmente, la enorme urbe que se extiende agachada, populosa, pobre, la que también alberga en techos improvisados con lo que sea a los 60,000 « desplazados », familias llegadas del Sur huyendo de los combates entre guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares y soldados del Ejército.

En apenas dos días, no nos llevaremos una impresión de las tres Cartagenas; nos contentaremos con las dos primeras. En primer lugar con la que nos sirvió de dormitorio, moderna, funcional y artificial también, pues sirve de ghetto para turistas como son Miami, Punta del Este en Uruguay, Viña del Mar en Chile, Durban Beach en Sudáfrica, Mar del Plata en la Argentina. Todas se parecen entre sí y ninguna se parece al país donde están implantadas. Y en segundo lugar, por supuesto, con la Vieja, la perla arquitectural de las Américas.

De dónde surgieron estas plazas, iglesias, conventos, monasterios, calles empedradas tan limpias y ordenadas, estos palacios, mansiones de diversos colores, con dominancia del ocre, algunos incluso construidos con materiales importados de la lejana Sevilla para darles brillante estilo de elegancia árabe, estos balcones en madera tallada, desbordantes de flores multicolores, estos patios soberbios, muchos de ellos fastuosos, con fuentes o piscinas de azulejos y agua clara? Por qué es el único puerto que instala sus defensas, con cañones -hoy restos
oxidados- apuntando al mar desde la muralla protectora de piedra y desde lo alto de la colina donde se alza poderoso el Fuerte San Felipe, comenzado en 1639 y terminado en 1762?

Mucha riqueza pasó por este lugar desde su fundación en 1533. Primero el oro y las piedras preciosas (las esmeraldas) que la rapiña española arrancaba de las manos de los indios y que se almacenaba en espera de su embarque en galeones para España. Cuánta obra de orfebrería sustraída de su contexto, de su valor simbólico y cultural destinada a ser fundida y almacenada en los cofres del Tesoro Español, como garantía para financiar guerras de conquista o de reconquista!

Pero como la miel atrae las moscas, llovieron los ataques de los piratas y bucaneros. Entre ellos el francés Rober Boal consiguió llevarse 310 kilos de oro en 1543, y el inglés Francis Drake saqueó el puerto en 1586. Harta de tanta inseguridad para sus recibos, la Corona española decidió fortificar la ciudad, con murallas que le dan aun hoy en día sus aires de antaño. Con semejantes fortificaciones, Don Blas de Lozo pudo resistir con sólo 2500 hombres al sitio que le infligió Edward Vernon con 186 navíos, 2 mil cañones y 25 mil hombres en 1741.

Lo que admiramos y lo que ha sido consagrado como « Patrimonio de la Humanidad por la Unesco », la ciudad museo, la más bella de Colombia, es puro producto no sólo de rapiña, abuso del indio al que se desposeyó de bienes, de tierras, de derecho a gobernarse. Es también producto de la actividad de un lugar donde se practicó lo más abyecto de la historia de la Humanidad: el mercado de esclavos traídos desde el África y comerciados aquí, en lucrativa bolsa de valores. El católico Rey de la católica España sólo prohibió esclavizar a los indios. Los negros eran cosa, mercadería, animales.

El guía que contratamos, y que se presenta diciendo: « Me llamo Leonardo, no Di Caprio », habla también francés, inglés y alemán. Una gran parte de la visita la consagra a otro lastre para la negra historia que vivió esta ciudad. A paso acelerado atravesamos la plaza donde se yergue la alta estatua ecuestre de Simón Bolívar, en dirección al Palacio de la Inquisición. No se detiene en la Plaza, hay mucho que ver y que decir detrás de esa enorme puerta de madera incrustada de piezas redondas de cobre, como para darle más peso, mas severidad al edificio imponente, frente a la arbolada plaza, donde cruzamos también a dos “palenqueras” en sus vestidos en rojo y amarillo vivos y bandeja de frutas sobre la cabeza, descendientes de los africanos que se fugaron para esconderse muchos años en lo que es el pueblo de San Basilio de Palenque.  No son ellos los primeros en sacudir el yugo?

En este monumental edificio funcionaba el tribunal eclesiástico que cazaba primero judíos portugueses huyendo de persecuciones en Europa, luego “brujas” o a todo aquél que fuera acusado de tal y que -vaya
coincidencia- tuviera riqueza, posesiones, alcurnia. Suerte para los negros que no tenían nada, ni nombre. Los instrumentos de tortura expuestos, algunos horrendos y cuyo uso es ilustrado sobre la pared con dibujos de la época, nos ponen los pelos de punta. A la salida, Leonardo nos muestra la ventana  en la pared exterior que servía para recibir las denuncias anónimas… Vergonzosa historia que no podría tapar el hecho que la ciudad haya sido la primera en echar la soberanía española por la borda, salvo si eso hubiera sido para introducir no sólo más libertad, sino más humanidad, más igualdad, más fraternidad…

Leonardo dice que estudió leyes, pero hay poco trabajo para los numerosos egresados. Que hay mucho problema de empleo, muchos diplomados universitarios teniendo que trabajar con un taxi. La ciudad parece sonriente, pero tiene su lado triste. Tiene su lado festivo, con las fiestas de Noviembre, vistosas, alegres, coloridas; pero El Espectador publica que hubo 9000 hechos de violencia durante esos días recientes, constatados por la Policía, muchas peleas que se terminan con heridas con arma blanca. La escena filmada en estas calles, detras de estos muros de piedra que sólo defienden de los ataques que vienen del mar, para la película « The Mission » de Roland Joffé, donde Robert De Niro se bate en duelo con su rival por el amor de una doncella, se repite aquí cada día de fiesta con sangre y víctimas de verdad. El mal que amenaza y destruye no estará adentro ahora?

Epílogo.

“El defensor del Pueblo, Vólmar Pérez, dio a conocer un informe en donde se evidencia la deficiente calidad del agua que se entrega en cientos de municipios del país. El documento señala que en 29 municipios del territorio nacional el líquido no es apto para el consumo humano, por lo que el Defensor del Pueblo pidió que en esas zonas se declare la alerta sanitaria por las graves consecuencias que puede representar para la salud. Así mismo, el informe indica que en 793 municipios las muestras de calidad del agua arrojaron gran presencia de ecoli, una bacteria que es perjudicial para la salud. Es decir, que en el 70% de los municipios del país las propiedades del líquido son deficientes.”  Es lo que se lee en “El Espectador” este domingo 13 de diciembre de 2009.

Pero los problemas -en materia de necesidades básicas- no son nuevos en Colombia.  El Gobierno en ejercicio ha hecho de la seguridad pública su caballo de batalla.  Darle palo a la delicuencia, bombardear a la vieja y gastada guerrilla.  Pero esa política come presupuesto sin garantía de acabar con ellas, sobre todo mientras haya tanto problema social y hasta sanitario, terreno fecundo para el descontento popular.
En un contundente y documentado libro sobre los estragos que ha venido provocando la multinacional Monsanto en el mundo con sus productos fitosanitarios, entre ellos el Roundup, Marie Monique Robin cita el caso del “agente anaranjado” utilizado en Colombia. “Mientras escribo estas líneas -cito “El mundo según Monsanto”, 2008- me es imposible no pensar en el calvario que viven cada día las comunidades indígenas del campo colombiano, sometidas a lo que los estrategas de Washington llaman el “Plan Colombia”.  Elaborado en junio del 2000, con la colaboración activa del gobierno de Bogotá, este programa se propone erradicar los cultivos de coca, que aprovisionan el mercado internacional de la cocaína y sirven, en parte, a financiar los movimientos guerrilleros.
Principal medio utilizado: fumigación desde el aire de… Roundup.
Entre 2000 y 2006, se estima que alrededor de 300 000 hectáreas han sido rociadas, principalmente en los departamentos del Cauca, de Nariño y Putumayo.  Sólo en éste último, 300 000 personas han sido intoxicadas.”
“La situación es tan dramática que en enero del 2002, el Earthjustice Legal Defence Fund estadounidense interpeló la Comisión de derechos humanos y el Consejo económico y social de las Naciones Unidas.  En su informe, la ONG describe lo constatado in situ: ‘Desordes gastrointestinales (hemorragias severas, náuseas, vómitos), inflamación de los testículos, fiebres altas, vértigos, insuficiencia respiratoria, irrupciones cutáneas y severas irritaciones oculares… Además, destrucción de más de 1 500 hectáreas de yuca, maíz, plátanos, tomates, caña de azúcar y praderas para el ganado y de árboles frutales y muerte de animáles domésticos.”
“En este informe se aclara que el herbicida utilizado es el Roundup Ultra, al que se le agrega dos aceleradores fabricados en Colombia, el Cosmos flux-411f y el Cosmo-in-D, que multiplican por cuatro la eficacité del primer ingrediente.”

Qué pensar si no en un bello país que se autodestruye.  No sólo con los destrozos de la explotación minera y petrolera sino con su interminable y feroz guerra interna.  Para peor, rodeado ahora por países que le reprochan la instalación en su territorio del aparato guerrero estadounidense, con las consecuencias que eso tiene en la carrera armamentista en unos y otros.

La ilusión que se resuelve los problemas por las armas no es nueva en Colombia.  Las guerras civiles fueron frecuentes en el siglo XIX (52!).
Entre 1899 y 1903 la “Guerra de los Mil días” dejó un saldo de más de 100.000 muertos. En 1948, el asesinato por la CIA de Jorge Eliecer Gaitán -apodado “el indio”-, jefe del partido liberal que prometía la nacionalización de empresas estadounidenses, entre las cuales la poderosa “United Fruit”, desencadenó una ola de violencia que causó la muerte de más de 300 000 personas en diez años. De ésta época data la formación de los grupos de guerrilla.

Sin duda otra bomba de tiempo, teniendo en cuenta la importancia de los pueblos indígenas en el país y el contagio de las reivindicaciones indígenas de los países andinos, es la discriminación efectiva, a pesar de que Colombia ha firmado y ratificado en 1991 la Convención relativa a los pueblos indígenas de la Organización internacional del trabajo (OIT).  El artículo 26 de ésta dice: “Deberán adoptarse medidas para garantizar a los miembros de los pueblos interesados la posibilidad de adquirir una educación a todos los niveles, por lo menos en pie de igualdad con el resto de la comunidad nacional”. Y el artículo 27 reconoce el derecho de esos pueblos a crear sus propias instituciones y medios de educación y que recursos apropiados les sean proveidos con este fin….  Ahora bien,  un informe de las Naciones Unidas presentado a la Comisión de los derechos humanos, el 13 de enero de 1997, revela que “Colombia vive, desde la colonización, la discriminación racial de manera persistente, estructural y económica por la dominación de los Blancos sobre los indígenas y Afro-Colombianos, en un sistema perpetuado por la educación, los medios de la información, las relaciones interpersonales, etc.  En Colombia, la discrimación racial aparece como casi natural, inconsciente, omnipresente en la radio, la televisión y en la prensa escrita.”

  1. Viernes, 9 de Abril de 2010 a las 09:33 | #1

    Las poblaciones muiscas y sus tesoros cayeron rápidamente en manos de los conquistadores. Al hacer inventario de las nuevas tierras obtenidas, los españoles pronto se dieron cuenta de que —a pesar de las cantidades de oro en manos de los indios— no había ciudades doradas, ni siquiera minas ricas, puesto que los muiscas obtenían el oro a través del Irotama con naciones vecinas. Pero al mismo tiempo los españoles empezaron a escuchar historias de El dorado Irotama de los indios capturados, y de los ritos que tenían lugar en la laguna de Guatavita.

  2. Willi Noack
    Martes, 17 de Noviembre de 2009 a las 11:07 | #2

    Escribe Jaime Sanzetenea [ icla.sa@gmail.com ] el siguiente comentario:

    “Es interesante y agradezco que compartas tus experiencias con nosotros .

    Pasajes muy parecidos a nuestra Riberalta , con excepción me imagino que en nuestras épocas no se veían las botellas , bolsas y demás desechos de plástico , ni siquiera botellas de vidrio de cerveza pues Rudi se encargaba de recolectarlas para venderlas . Por ahí se encontraba uno con un montículo de “puchi”que por cierto es más ecológico que todos estos desechos de la vida moderna, es más que por ahí crecía un árbol de guayaba de las semillas diseminadas en el montículo , si la semilla de la manga fuera más chica , por ahi hubieran crecido mas árboles de manga .
    Saludos”

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