Inicio > Jorge Cerball, Sociales > La bitácora de un boliviano residente en Europa viajando a Colombia – Jorge Cerball – 7.11.2009

La bitácora de un boliviano residente en Europa viajando a Colombia – Jorge Cerball – 7.11.2009

Miércoles, 11 de Noviembre de 2009

Todo lo que sabíamos de Colombia antes de nuestro viaje del 27 de septiembre al 23 de octubre se reducía a poca cosa… País del gran Gabo y del café suave o Arábica (segundo productor mundial), del río Magdalena, poblado por 46 millones de habitantes y centro del tráfico de drogas, país de violentos atentados de los revolucionarios de las FARC o del ELN por un lado, de los escuadrones paramilitares por el otro. Nada que sea muy atractivo para una visita de vacaciones, que asegure tranquilidad en lo que se nos presentaba como un torbellino de violencia armada que desde hace 20 años expulsa modestos campesinos a refugiarse en los barrios miserables de los grandes centros urbanos.

Pero B. ya lo frecuentaba desde hace rato desde Venezuela y terminó por mudarse a Bogotá hace 6 meses. Sólo porque halló ahí a su esposa A., su bella compañera? No; su entusiasmo es tal por este país que ya echó raíces con la compra de un apartamento, cosa que no se le pasó nunca por la cabeza de manera seria en los 4 años de su estadía caraqueña.

NOTA: Nueva entrega, la octava.

B. no era parco en sus calificativos con los que nos hablaba desde hace varios meses de Cartagena y de su nuevo país de adopción, preparando el terreno para nuestra visita. Y claro, sabía que, como a todo el mundo, Colombia nos sonaba a inseguridad, a atentados, a rapto de personas para cobrar rescate, tal que sin su presencia y alientos no creo que se nos hubiera ocurrido hacer el viaje de una hora y veinte minutos hasta el aeropuerto Charles de Gaule seguido de once horas de vuelo hasta Bogotá.

Llegados desde Bruselas al gigantesco aeropuerto parisino, arrastrando dos grandes maletas, una de ellas con más cara y peso de baúl que de otra cosa, una tercera mediana y sin rueditas, más dos en equipaje de mano, empieza la carrera hacia el terminal AirFrance atravesando corredores. Al final de la travesía zigzajeando entre el gentío, hay que subir al nivel superior donde se halla el control de las reservaciones y las balanzas para la entrega del equipaje. La empinada escalera mecánica no nos inspira confianza, de modo que nos dirigimos a un ascensor que mi esposa F. consigue tomar siguiendo a otros pasajeros, cuando zas!, la puerta se cierra en mis narices. Tengo que esperar que regrese. Lo tomo pero, vaya la suerte, está bajando a los pisos inferiores y no subiendo.

Al fin llego al nivel deseado y me extraigo con mis tres bultos escapando del artefacto para que no me siga paseando y haciéndome perder preciosos minutos. Comentario: « No faltaba más ».

No nos esperábamos tanta gente en lo que se supone ser época baja de turismo. Claro, hay menos agentes disponibles y sobre todo, menos policías de frontera. Cuánta gente nerviosa en la fila, unos viajando a Beirut, otros al Asia, otros a otras partes. Uno de los pasajeros protesta enérgicamente y promete quejarse a las autoridades sin importarle lo fieros que pueden ser los policías franceses. No son ellos los culpables de la situación, es la organización, responden éstos.

Como no hay manera de abreviar la revisión minuciosa del contenido de nuestras maletas de mano, que hay que sacarse hasta los zapatos, somos prácticamente los últimos en abordar el Airbus A340, felizmente con ventanilla a nuestra derecha.

El vuelo se desenvuelve todo el tiempo en medio de nubes, tal que sólo descubrimos algo nuevo cuando el avión inicia su descenso sobre el vasto valle de la capital colombiana. Cientos de invernaderos que suponemos sirven para el cultivo de flores para la exportación, preceden el momento en que el avión posa su enorme peso en tierra.

Son pasadas las 4 de la tarde cuando salimos del aeropuerto El Dorado, adonde B. nos está esperando para atravesar la enorme urbe, pues él vive en el otro extremo, al Norte por la Avenida Boyacá, en los nuevos barrios donde se construye febrilmente nuevos edificios de apartamentos, nuevos conjuntos habitacionales, todos con vallas y rejas de seguridad controladas por agentes privados.

Nuestro grupo de 6 edificios de 12 pisos se llama Miró. Cuatro están terminados y van siendo ocupados progresivamente, dos están aún en construcción lo mismo que una sala de gimnasio con una piscina para la copropiedad. 3 o 4 guardias controlan la entrada de peatones y la de los automóviles que disponen de estacionamiento en dos niveles, uno subterráneo.

A dos cuadras hay un centro comercial con una tienda grande de frutas y verduras que hace alarde de la gran variedad que ofrece el país y sus variadas y ricas regiones. Hay un supermercado que no tiene nada que envidiarles a los de los países europeos ni en variedad ni en limpieza: Un deleite.

El primer contacto con los funcionarios colombianos de inmigración es tranquilo y casi afable. De hecho, durante toda nuestra estadía la gente nos da la impresión de querer que nos llevemos un recuerdo agradable, como si todos tuvieran presente la mala fama del país en el extranjero.

Los turistas, efectivamente, no son nada numerosos, a pesar de que leo en la prensa local que el último año su número ha aumentado en 11 por ciento.

A la salida del vetusto aeropuerto, en cuyo frontis se distingue las letras usadas y grises -otrora brillantes para un nombre que así lo

sugiere: « El DORADO »-, destinado a ser remplazado pronto por otro nuevo, más amplio y moderno, asistimos al desorden de los vehículos bocinando continuamente delante de la entrada principal. Dos o tres policías de tránsito gesticulan, sin que se sepa a ciencia cierta si ayudan a descongestionar o si más bien provocan el embotellamiento.

Sobre la gran arteria que nos lleva al Norte, el tráfico de automóviles ocupa de cada lado 3 carriles y dos otros centrales -también de cada lado- están reservados a los enormes autobuses guinda con acoplado en acordeón del Transmilenio que, a modo de Metro no subterráneo, dispone con todo de largas galerías cubiertas para abordarlos, con puertas diferentes de acuerdo a los destinos. Otras líneas perpendiculares con autobuses más pequeños los alimentan en pasajeros. No tuvimos la oportunidad de utilizar el original sistema, seguramente mucho más barato que lo que representaría construir un Metro. El pasaje cuesta 1500 pesos (0,50 euros) mientras una carrera en los taxis hasta el centro costaba entre 5000 y 8000 pesos, en coches todos de color amarillo pero muy pocos de ellos en modelos más grandes que un Twingo, eso sí circulando como diablos sin reglas de prioridad ni de distancia mínima, con lo que arranques bruscos suceden a frenazos sorpresivos, evitando motocicletas y huecos en la calzada en el último segundo. La coctelera rodante. Buena entrada en materia para nuestro futuro viaje hacia Armenia y Medellín, tres días más tarde.

Las mañanas andinas son frescas a 2600 metros sobre el nivel del mar hasta que el sol se alza poco a poco sobre los edificios y mientras no se le interpongan nubes (o edificios vecinos), causando que la temperatura caiga bruscamente y nos obligue a abrigarnos. Las noches eran tan frías, quizás más por estar en un apartamento aún húmedo por lo reciente de su construcción que no tuvimos reparos en conseguirnos una bolsa de agua caliente para los pies de la cama. Pero B. y su esposa A. nos anuncian que la representante de un fabricante de estufas viene a visitarlos con un catálogo.

Se trata de estufas que queman etanol, que se supone no necesitar chimenea ni evacuación de los gases de combustión, pues a decir de la vendedora este tipo de carburante sólo despediría vapor de agua en la pieza. Acaso en toda combustión no hay consumo de oxígeno, pregunto yo.

Y recuerdo que hace 6 o 7 años uno de nuestros vecinos en Bélgica nos prestó la suya para probarla en nuestro living, con la intención de usarla en otoño, antes de pasar a encender la calefacción central- pero abandonamos la idea de adquirirla pues al cabo de una hora nos picaban los ojos. Del hojeo del catálogo, conviene B. en ir por la tarde a la tienda y a manera de distracción lo acompañamos a para la compra. Ese día no es martes ni jueves, los dos días de la semana en que el « pico y placa » no le prohibe sacar su auto, de acuerdo al sistema en vigor en la ciudad destinado a disminuir el congestionamiento vehicular.

Ya en la tienda, mientras se discute del precio y de un problema con la tarjeta de crédito, pido a la vendedora que se encienda una de las estufas que están en demostración. Teóricamente la abertura horizontal tiene 3 posiciones de acuerdo a la altura deseada para la llama.

Problema: cuando se pasa del máximo a menor abertura, los gases se acumulan bajo la placa metálica y buf!, aparentemente terminan surgiendo de ella brusca y sucesivamente con una llama que sube a un metro de altura acompañada de un ruido de soplido sordo. Inspira todo, menos sentimiento de quietud y control total del funcionamiento. B. anula la compra. Así haya que seguir acudiendo con más devoción a la bolsa de agua caliente, también mientras miramos la tele. Habrá que pensar en una estufa eléctrica, pues las a gas no sólo requieren evacuación sino que simplemente no se las encuentra en el comercio local.

Qué generoso me parece el brillante sol en los Andes al lado de lo mezquino (sobre todo en invierno) para con quienes vivimos por encima de los 50 grados de latitud Norte.  Debe ser su escasez en nuestro caso lo que nos incita a apreciarlo, y su abundancia en esos lares la que lo hace pasar desapercibido cuando se trata de sacarle provecho.

Captar la energía gratis del astro rey, pensando en el encarecimiento de los combustibles fósiles y en el impacto negativo de su combustión sobre nuestro propio medio ambiente  es un tema de mucha actualidad hoy en Europa. Con esta inquietud, investigando con Google descubrí una nueva técnica desarrollada por BASF en Alemania y por Dupont de Nemours en Francia.  Ambos fabrican paneles especiales para las paredes con bolitas de plástico llenas de parafina, aprovechando la propiedad que posee esta materia  de pasar lentamente del estado sólido (cuando está fría) al estado líquido (bajo efecto del calor) y viceversa del estado líquido al estado sólido.  Por consiguiente, su instalación en las habitaciones jugaría un papel de acumulador de calorías en las horas de sol para restituirlas a medida que la temperatura de la pieza habitada va bajando.  El efecto obtenido es la atenuación de los extremos.

Interesante, no?, sabiendo que -en este caso- cabe suponer que no se trate de charlatanes cualquiera ni de encantadores de serpientes…

La construcción en nuestros países nórdicos ya explota de muchas maneras la captación pasiva de la energía solar, con doble pared exterior de ladrillos, con material aislante entre ambas, con doble y hasta triple vidrio para las ventanas.  En cambio, constatamos qué poca solidez tienen las ventanas simples en la construcción bogotana moderna.  Por supuesto que carece de doble vidrio y con tanto puente térmico el calor entra pero, como vino, se va, no se queda.  La alternativa resultante es la de tener que calentar con estufas eléctricas.  Pero los kilowatios son caros y, para más gracia la prensa destaca en grandes titulares que la sequía ha disminuido considerablemente el nivel de las represas (60 por ciento de la electricidad del país proviene de centrales

hidroeléctricas) y se prevé inevitables cortes de corriente si las lluvias tardan en caer.

Como en todas partes, también en Colombia hay pioneros como el arquitecto Simón Vélez que construye con bambú, un material liviano, resistente a la tensión y a los parásitos de la madera, que permite grandes amplitudes, flexible -bendición donde la tierra tiembla-, que crece y engrosa rápidamente hasta tomar diámetros de 25 cm.  Hay quienes promueven nuevamente la construcción con bloques de adobe, un material barato y altamente aislante del calor o del frío.  Y hay quienes siguen el modelo que cree que la energía sigue siendo regalada, como en la casa modelo que visitamos al borde del mar entre Barranquilla y Cartagena, casa super moderna, con techo plano de concreto armado absorbedor de sol, con inmensas ventanas de vidrio tan acumuladoras de calor que el ambiente es insoportable sin un aire acondicionado que funcione permanentemente.  Pague quien tenga con qué pagar, después de él… el Diluvio y las consideraciones de calentamiento planetario para la Historia.

Qué bellas son las construcciones en bambú en la región de los valles del café.  El hotel donde nos alojamos despliega su armazón amarilla majestuosa y vegetal.  Situado en las afueras de Armenia, 280 kilómetros al Oeste de Bogotá, por una carretera que debe tener más curvas que las

del perezoso curso del Mamoré, es un lugar de solaz.   Qué tranquilidad, qué silencio, qué agradables los trinos de los coloridos pájaros y el vuelo del picaflor desde la aurora en el gran jardín multicolor, lleno de cientos de flores.  Es lo que descubrimos temprano por la mañana, pues el viaje se nos hizo muchísimo más largo en horas, nada menos que 11! por el número de largos y altos camiones que avanzan penosamente por para ellos tan estrecha vía. Los obstáculos son múltiples: obras, derrumbes, controles del ejército o patrullas de la policía caminera.

Nos detienen por lo menos 5 veces. El oficial interroga: “Documentos del vehículo, por favor”…”Para dónde van?”…. “Turistas? De dónde vienen?”… “Llevan armas?”  … “Vamos a revisar el equipaje”… Y todo pasa a la lupa, hasta los efectos personales, lámpara ajustada a la frente para buscar hasta bajo los asientos.  En una de esas ocasiones, el joven recluta que acompaña, todo compungido parece incómodo mientras revisa del lado derecho del vehículo mientras  su jefe se ocupa del lado izquierdo.  “Ya revisé aquí le dice”, pero el superior hace como si no hubiera entendido, lo ignora y vuelve a inspeccionar todo.  B. comenta: “es el precio que pagar para poder circular sin riesgo de encontrones brutales con bandas armadas, tanto de izquierda revolucionaria como de derecha paramilitar”.

En otra parada, para colmo, el militar le reprocha a B. haber pasado a otro vehículo lento en curva… y no estar aun en posesión de licencia de conducir colombiana.  Se aleja por un momento diciendo: “Déjeme ver cómo arreglamos esto”. B. nos dice que suena a la manera velada de sugerir “propina” y nos susurra que no tiene la menor intención de entrar en ese juego, porque puede ser una trampa, que esto no es Venezuela donde las insinuaciones son exigencias poco disimuladas.  El soldado vuelve, tiende  el documento y declara: “el jefe dice que esta vez se lo perdona; pero no tarde en ponerse en regla”.

A nuestra llegada a Armenia ya es pasado medianoche. B. extenuado me pasa al fin el volante para entrar en la zona urbana y no tarda en quedarse dormido.  Pero no tardamos en despertarlo pues él tiene el teléfono del hotel al que preguntamos cómo llegar.  Es tan complicado, el alumbrado es tenue, los carteles poco claros o inexistentes.

Volvemos a una plaza donde conversan dos policías. Son ellos los que se ofrecen precedernos en su motocicleta para indicarnos el camino.  Vaya qué amables, al fin y al cabo.

Titular de El Espectador, hoy 4 de noviembre: « CERRADA TEMPORALMENTE LA VIA IBAGUE CAJAMARCA.La Dirección de Tránsito y Transporte alerta a la comunidad Tolimense, sobre la necesidad de no consumir o utilizar para labores domésticas el agua del río Coello y sus afluentes….La emergencia fue suscitada por el volcamiento lateral de un camión cisterna, que transportaba diez toneladas de ácido clorhídrico, sustancia altamente peligrosa al contacto con fuentes de agua.,,,El accidente se presentó en el sitio conocido como ‘La Curva del Tigre’, ubicada en el kilómetro 51 de la vía Ibagué – Cajamarca. Ante la naturaleza de la emergencia, la Seccional de Tránsito y Transporte del Tolima acordonó la zona en un radio de dos kilómetros… En estos momentos, la policía en coordinación con el cuerpo de bomberos se encuentra al frente del incidente para asegurar la normalización del tránsito vehicular y la mitigación de los efectos de una posible contaminación del río Coello. »

Justamente nuestro atraso en llegar a Armenia se debió en gran parte a la larga fila de camiones pesados que pasaban como con cuentagotas por el puente de Cajamarca. Habrá que deducir que circular por los caminos del Ande colombiano es excesivamente peligroso? No lo creo. Acaso porque unos vecinos en mi barrio sufrieron un atraco a mano armada, con pistola en las sienes de su hija de 17 años y quedando todos traumatizados para muchos años, mi calle es « realmente peligrosa »? No cabe duda que hay que conducir con prudencia… y mucha paciencia, que aquí hay que olvidarse de las aceleraciones por encima de los 80 Km por hora. Y más vale aprovechar de la ocasión para apreciar la naturaleza.

El hotel contaba con algo así como cuarenta habitaciones amplias con baño privado. Construido en dos niveles, con un amplio comedor abierto, una sala de billar, una gran sala de estar. Contaba con una piscina y con una huerta grande con plantas de plátano, mandarinas, papaya y un pequeño cafetal explotado para el consumo interno. El encargado, un hombrecito que hablaba con acento « paisa », recogía los huevos de las 40 ponedoras del gallinero. Naturalmente, para el desayuno comprendido en el precio del alojamiento anunciaba: « Hoy tenemos o huevos solos o « pericos » (revueltos con picado de cebolla y tomate) o sandwich de queso con café o chocolate ».

Ahora bien, deben ser quizás los largos decenios de ausencia del turismo extranjero en este país por causa de la violencia armada, los responsables de la ignorancia de los hoteleros colombianos en materia de desayuno ideal para los europeos. La arepa o tortilla de maís, blanca como una aspirina y probablemente suculenta para el paladar local, habría sido totalmente incapaz de suplantar el pan de cada día para nuestros gustos europeos. Nos sabía de todos modos insípida. Y para peor, había que preguntar « no hay fruta? » para que nos la traigan. A propósito, y como para reparar carencias, don Emeterio (o como se haya llamado) sugiere: « Anoche los estuvimos esperando con la cena, pero como Ustedes llegaron tan tarde, se la hemos guardado. Era pollo, si desean se lo podemos calentar ».

Aparte de nuestro grupo, hay dos parejas alojadas (es temporada baja), una que come y se va y la otra con la que entablamos la conversación. La joven es española y el hombre viene de Cali. Pero es cuestión de querer ir ambos a vivir pronto a España.

Después del desayuno tenemos como meta del día la visita del Parque del Café, situado a unos 20 Km por caminos bien marcados y sin dejar el valle que luce rico y próspero. El Parque dedicado a la difusión de la historia y la promoción de la calidad del café colombiano es un modelo de organización y de limpieza. Cuenta con plantaciones de diversas calidades del grano y con estaciones donde se explica el proceso de secado y torrefacción. Colombia trata de promover un label propio, llamado « Juan Valdés », pues el excelente producto de este país va a dar en Europa a mezclas con otros de menor calidad… dizque para obtener « la mejor combinación ». Un consejo: si pasan por Colombia, busquen los lugares donde se sirve el Juan Valdés, qué delicia!

A propósito, este año las condiciones climáticas han impedido que Colombia produzca suficientemente café para satisfacer la demanda extranjera. Y por consiguiente, el país ha tenido que importar café de países vecinos (de menor calidad) para su propio consumo.

Lástima que haya un calendario que respetar, de otra manera habríamos prolongado nuestra estadía en Armenia y sus bucólicos alrededores.  Pero con la dura experiencia del primer tramo de carretera, más vale emprender viaje temprano con dirección a Medellín, distante otros 300 Km al Norte.

Después de atravesar Pereira hay que tomar la ruta principal 25. Ahora bien, al parecer los automovilistas manejan aquí de memoria, pues las indicaciones camineras son mínimas y más vale detenerse para preguntar escuetamente a los lugareños “Disculpe, me indica por favor por dónde se sale para Medellín”.   Digo escuetamente porque los “paisas” son campeones en explicaciones y con gusto se extienden en recomendaciones y observaciones diversas, por lo demás sabrosas.

Aqui hay menos precipicios, más tramos rectos y hasta doble vía en algunas partes.  Faltando pocos kilómetros para llegar al valle de Medellín, el camino pasa nada menos que por las cumbres de altas colinas, bordeado por pequeños poblados cuyas dos únicas hileras de casas están a medias suspendidas sobre pilotes a sendos lados.

Medellín parece un vasto bosque de edificios modernos, repartidos por todo el valle y sus colinas. Centro importante de la industria textil, su riqueza es evidente. Olvídense de estereotipos reductores a la droga como los del “cartel” del mismo nombre! La agencia de viajes nos ha reservado un hotel  ubicado en El Poblao, un barrio perfectamente señalizado, elegante, limpio, con avenidas y calles bordeadas de flores y de frondosos y hermosos árboles.   Que no se le ocurra a alguien ir a uno de los restaurantes de esta zona en alpargatas o camisa de mangas cortas, se nos ha advertido en Bogotá.  En los soberbios centros comerciales se expone la moda masculina y femenina made in Medellin. Precios muy interesantes.

Por la mañana del día siguiente, nos dedicamos a la visita del inmenso Acuario municipal, en un parque también hermoso donde enjambres de escolares en uniforme vienen con sus preceptores a entretenerse con artefactos que funcionan explotando las leyes de la física.  En las salas de los numerosos acuarios de pequeño y gran tamaño corren los más pequeños buscando a Nemo, entre la enorme variedad de peces de agua dulce y los polifacéticos peces y corales de la fauna marina de los dos mares que bañan las costas de Colombia.  Los jóvenes guías que velan también por mantener el orden son bien formados y con gusto imparten explicaciones sobre los animales expuestos, haciendo de la visita una experiencia extraordinaria.

Nuestro vuelo en un bimotor de 15 asientos sale a las 3 de la tarde para Capurganá, recóndita población a orillas del Mar Caribe, en la frontera con Panamá, sin otro acceso que por aire o por mar.  Viajamos con dos familias con niños, que aprovechan de una semana de vacaciones escolares.  Para el viaje de una hora y cuarto recibimos una bolsita con tapones de goma para los oídos.  Y mientras esperamos que el personal haya cargado los equipajes en la nariz del aparato, la agente de la compañía nos tranquiliza diciendo: “es un avión seguro; en caso de avería de los motores, planea perfectamente”.  La prueba de esto la encontraremos a nuestro aterrizaje sobre la pista escueta de Capurganá.

Hay efectivamente restos de dos otros  aviones del mismo tipo en un rincón de la pista.  Uno de ellos con la sigla de las Naciones Unidas, astucia de traficantes de droga por supuesto, nos aclara nuestro carretillero hotelero.

A nuestra llegada hay que presentar pasaportes a un militar que completa una lista en un cuaderno.  Entretanto un muchacho de ascendencia africana, alto y fornido se presenta por cuenta del Hotel “Las Mañanitas” y se encarga de recuperar nuestro equipaje. Carga las cuatro maletas sobre su carretilla y caminamos con él las dos cuadras que separan el pequeño aeropuerto del Hotel que está al borde de la playa, mientras nos explica que el pueblo tiene dos mil habitantes, que hay cuatro hoteles, dos motos, un tractor, no hay autos y los taxis son carretas tiradas por caballo.  Las construcciones del pueblo son simples, muchas chozas elementales con techo de hojas de palmera y la variedad de vistosísmas flores pone la nota de color al verde monótono del bosque circundante.  La gente vive del turismo y de la pesca, un turismo que estuvo ausente hasta hace 3 años por motivo de choques armados frecuentes entre  ejército y  rebeldes o con los traficantes de droga.

La amplia bahía tiene varias playas para nadar tranquilamente y para “caretear” (observar la fauna marina con una careta) largas horas, pues esto parece un lago y la temperatura del agua está a pedir de boca.

Además en el hotel hay una agradable piscina y un jacuzzi particularmente atractivo. Qué mejor para el “dolce far niente” del siglo?

También aquí hay que reclamar por más pan para el desayuno, pero el personal de este lugar es tan amable y servicial que no se contenta con decir “no hay” sino que corre a conseguirlo de donde sea.  El buen servicio, regla esencial en el rubro hotelero, así se reivindique éste del turismo “ecológico”.

El Hotel “Las Mañanitas” es una casona en estilo tradicional. Sus arcos soportados por columnas de ladrillo,y  sus balustradas con pequeñas columnas le dan un aspecto señorial. Las gruesas paredes y habitaciones amplias y altas, con grandes puertas responden perfectamente al medio de clima caliente. Tiene dos pisos con un largo cuerpo central de por lo menos 90 metros paralelo a la playa y dos alas perpendiculares de alrededor de 30 metros.  El propietario (colombiano?), que reside en Nueva York, habría traído todos los materiales de construcción desde Méjico: azulejos que adornan el frontispicio, la piscina y el mostrador del bar, lámparas de colores, duchas  enormes que recuerdan otros tiempos.  Las palmeras de cocos ornan graciosamente el conjunto.

Hay corriente eléctrica local pero se apaga entre la una y las 5 de la madrugada. Pero venir a Capurganá no tiene otro objetivo que el encuentro con la naturaleza, es decir, con el mar y la sensación de infinito que inspira, con el espectáculo de los peces multicolores, con la brisa que alivia del calor húmedo ambiente, con el bosque primitivo.

Así es como, después del desayuno -hice antes un paseo por la playa solitaria-, uno de los muchachos del hotel nos invita a una caminata hasta el lugar llamado “El Cielo” para la que recomienda llevar puestos zapatos que permitan salvar terreno difícil, estrecho y mojado.

Nuestro grupo formado por una docena de personas, entre ellos niños menores, toma rumbo al bosque. A nuestro paso por el cuadrilátero que hace oficio de plaza del pueblo, un taxi local (carreta halada por un caballo, dotada de 6 asientos que provienen de sillas de plástico a las que se le ha cortado las patas) propone sus servicios.  Como a nadie le interesa, nos anuncia que nos espera más adelante para auxiliar a los cansados a la vuelta.

A la salida del pueblo, yace una yegua en medio de un charco de barro.

El cuadro es patético y conmueve a más de uno.  Gime de manera desgarradora y está al parecer agonizando, su cuerpo  cundido de garrapatas.  Su potrillo vela por ella, nervioso.  A., la esposa de B., no puede soportar que se  deje al animal así sufriendo y decide quedarse a su lado para darle agua del riachuelo cercano y para retornar al pueblo a pedir socorro.  Un vecino nos dice que el dueño ya fue advertido pero se habría  ido entretanto al monte.

El grupo continúa internándose en el alto bosque, por un sendero efectivamente estrecho, lleno de barriales, cruzando pequeños arroyos con agua clara y fresca, pisando suelo de piedras movedizas unas, resbalosas otras.  No tenemos la suerte de toparnos con animales (esperábamos ver gavilanes y monos por lo menos), aparte de largas columnas de grandes hormigas coloradas transportando pedazos de hojas.

Pero penetramos en lo que durante cientos de miles de años habría sido el primer medio habitado por la raza humana: el bosque que ahora nos impresiona y sobrecoge.  Y pienso en lo que nos decía un guía durante la visita de una de las inmensas catedrales del Medioevo gótico en Europa.

Los arquitectos de estos fastuosos monumentos habrían tratado de crear en ellas, con las gruesas columnas a manera de árboles que lanzan sus ramas al cielo, el bosque primitivo, lo que habría sido el primer habitat de nuestra especie.

Al cabo de tres cuartos de hora, llegamos al “Cielo”, una sucesión de cascadas con piscinas naturales donde los niños no tardan en meterse.

Un lugareño expende bebidas y su esposa prepara “patacones”, plátano verde frito y aplastado a manera de tortilla.

A la vuelta, efectivamente hay candidatas para el “taxi” que nos ha estado esperando.  Pero el camino es tan malo, que aferrarse para no caerse causa moretes a más de una pasajera.

Ahora hay 3 personas ocupadas en aliviar a la yegua agonizante, rociándole agua.  Pero nadie ha venido y la policía no quiere implicarse para no meterse en líos con el propietario. Epilogo de la triste historia: por la tarde, alguien nos anuncia que la yegua acabó por morir.

Entretanto los lugareños han arrastrado uno de los aviones accidentados del aeropuerto hasta el mar, donde flota y sirve de distracción para los niños que entran y salen de la cabina de pilotaje y saltan desde él para zambullirse.  Más tarde un fuera de borda lo llevará para hundirlo al lado de la isla de enfrente, para que sirva de atracción para los buceadores.  Todo sirve en estas latitudes.

INCURSIONANDO EN PANAMA.

Al día siguiente somos doce personas las que se inscriben para un paseo de todo el día. Una lancha rápida nos lleva por un mar tranquilo y en cuestión de un cuarto de hora, pasando detras de Cabo Tiburón a un poblado fronterizo que debe tener dos docenas de casas de madera y donde se ve en un extremo un regimiento del Ejército abrigado en galpones camuflados. Nuestro acompañante, miembro del equipo de animadores del hotel, toma nota del plato que escogemos entre dos tipos de pescado (pargo y piez sierra) para el almuerzo y pasa a reservarlo en una de las casas con techo bajo y en Eternit ondulado también visible desde adentro. Es donde almorzaremos a nuestro regreso para las 2 de la tarde, un local elemental, felizmente sin ventanas hacia la calle pues de otra manera sofocaríamos de calor, que arborea pretensiosamente el título de “Restaurante”.

El grupo emprende la ascensión de una colina con la comodidad de gradas de madera y pasamanos en bambú. Llegamos a la cima en transpiración y algunos penosamente. Ahí dos tiendas de campaña sirven de albergue, la primera al guardia-frontera colombiano, la segunda al guardia-frontera panameño. Entre ambos hay un hito de cemento con la inscripción “Bienvenidos a Panamá”. El guardia panameño anota nombres y pasaportes y nos deja pasar sin más trámite. “Cada cuánto tiempo llega relevo?”, le pregunto. -”Cada mes”. “Y cómo hace para alimentarse?”, continúo. – “Los compañeros de la guarnición estacionada abajo me traen la comida”.

“Cuántos libros lee en todo ese tiempo para no aburrirse?”, agrego.

-”Tengo una copia del Nuevo Testamento siempre conmigo y leo también una que otra revista”, responde. Me despido con un “Bueno, que esté bien!”. -”Gracias, también usted y vuelva de nuevo”, replica. A lo que le contesto “Gracias, pero, si no me equivoco, al Gólgota sólo se sube una vez y con condena”.

La bajada de este lado es en gradas encementadas y con tubos de plástico en vez de bambú. Por emulación? En todo caso echada por tierra por los promontorios de basura que hay esparcida alrededor de las dos docenas de casas, en la playa y en las aguas de la hermosa bahía verde esmeralda.

Vaya qué decepción! A lo largo de la playa de arena blanca hay chozas con mujeres que venden bebidas, patacones y pescado frito. Pero a nadie se le ha ocurrido limpiar las algas negras ni la basura vegetal y artificial que flota en el agua.

Ya que estamos aquí, no queda otra solución que instalarnos a la sombra de un techo de palmeras. Las latas de conserva y las botellas de plástico y hasta de vidrio están por todas partes. Una pareja con niños de nuestro grupo empieza por acarrear hasta la playa lo que flota delante del lugar donde se han acomodado, cuestión de no nadar entre toda clase de objetos. Desastroso! Bueno, sólo nos queda esperar que nuestra lancha venga a recogernos.

Al fin llega y vamos directamente a almorzar para terminar la excursión en la playa del lado colombiano. Bienvenidos a Colombia. El agua está muy buena y el careteo entretiene y encanta a los muchachos. Al cabo de un buen rato de dolce far niente para nosotros, de pronto, un muchachito de ese grupo se pone a chillar en el agua. Nuestro guía nada rápidamente hasta él y lo saca. El niño se cortó probablemente con un coral afilado. “Orina la herida para que te calme”, le dice el guía pero el muchachito que ve sangre o se siente morir o tiene vergüenza.

Es su hermano mayor el que le hace el favor. Efectivamente, el remedio es eficaz. Al cabo de media hora, el niño está de nuevo nadando y buceando.

Retorno a Bogotá, la de los Oros.
Nuestro bimotor de quince asientos, liviano como una pluma, vuela felizmente con instrumentos.  La cordillera está nublada, el viento nos sacude y llueve con destellos cuando pasamos por las altas montañas que rodean Medellín, la orgullosa de su modernidad, de sus avenidas elegantes, de sus altos edificios dispersados por todo el valle; la que se vería bien como capital de la “República de Antioquia”.  Sin que todo eso consiga  encubrirle la miseria circundante de los barrios populares, donde la insalubridad, la criminalidad y la violencia son preocupantes, de acuerdo a lo que se lee en los diarios.
El aparato represivo de la policía y del ejército no basta mientras haya por un lado opulencia, por otro miseria y decepción ante la vida forzada a la sobrevivencia de día en día; mientras los medios necesarios, la educación, los recursos financieros funcionen para unos y no para otros.
La tortilla huele a quemado.  Basta leer las tasas de interés bancarias en las pizarras electrónicas de los bancos: usureros 14 por ciento anual las de corto plazo para los particulares con tarjeta de débito; cuando se sabe que el que dispone de tarjeta ya pasó el examen de recursos mínimos…

Después de una noche reparadora, contamos con el copioso desayuno servido en el piso 22 de nuestro hotel.  Habrá que creer que la lluvia que cae mientras desayunamos y entra en el local techado pero sin protección contra las ráfagas de viento y agua sea cosa poco corriente y accidental.  Es de esperar además que el mal tiempo sea local, pues nos espera un largo viaje de regreso en auto.

Tomamos esta vez la direccion del valle del río Magdalena, hacia la ruta más directa que a la venida.  Después de perdernos un cuarto de hora buscando la salida, salimos del valle por lo que resulta ser una via alternativa.  Pero son colinas verdes y fértiles, pueblos tranquilos que me recuerdan Alsacia. Una vez sobre el camino principal, los paisajes son variados, pasando por desfiladeros, sobre hondas quebradas, a lo largo de planicies donde pasta ganado, platanales, lugares calientes por lo bajo y encajonado.
A mediodía nos detenemos en un restaurante vasto y de buen aspecto.
Problema:  no hay manera de comer con papas fritas porque toda la zona está sufriendo desde la mañana de un corte de corriente por obras.
El camino es teóricamente más corto pero, de todas maneras se nos hace la noche llegando a Bogotá.  B. está cansado y me cede de nuevo el volante, se va atrás a dormir y yo me dejo guiar por A. hasta nuestro destino.

En los días siguientes hacemos la esperada visita del museo del Oro.
Impresionante riqueza y magnífica disposicion de la enorme cantidad de piezas de orfebrería milenaria. La exposición es muy didáctica y nos enseña que los españoles no se llevaron esto, porque el tesoro expuesto viene de numerosas tumbas de los indígenas que poblaban estas comarcas.
El oro era trabajado con maestría y los objetos formaban parte del atuendo con que se vestía  al difunto para su viaje a la otra vida. Lo que se ve aquí es en suma lo que se salvó de los “huaqueros” o violadores de tumbas que buscaban oro para fundirlo y negociarlo sin importarles lo que significaba para la humanidad, para nuestro conocimiento, admiración y respeto de las culturas precolombinas.

Estalla en esos días un escándalo de corrupción en el Gobierno. El titular de la cartera de Agricultura se ve obligado a renunciar por haber destinado fondos para los pequeños agricultores en favor de grandes propietarios, los que menos necesidad tendrían.
Un escándalo más -entre los que podría estar también  implicado el Jefe del Estado-para una comisiónn parlamentaria que se forma pero que deja caer los brazos, según leí hace dos días en El Espectador: la razon?-Carente de presupuesto adecuado, los diputados temen no poder hacer un trabajo correcto y que todo quede a medio probar…

Se aprueba el Presupuesto de la Nación para el año entrante.  La Defensa recibe tanto como la Educación nacional  y los universitarios de la Estatal salen a las calles a protestar y a pedir más financiamiento.

Bogotá hace un ejercicio general en caso de terremoto.  Aparentemente sólo las depencias estatales prestan atención a la medida.

COMENTARIO de un lector

Tu narración de esta parte del mundo me hace pensar mucho en dos lugares que tenemos en Bolivia , Chapare y Los Yungas , que si no han estado sobre todo en los Yungas , se los recomiendo , ahí si se encuentra uno como muchos turistas Europeos , hay grupos que viajan a esta zona con el único propósito de bajar en bicicletas por lo que llaman el camino más peligroso del mundo para el ciclismo , es más , he visto que vende polleras impresas en el pecho que lee “I made it ” “Los Yungas” .

Yo he estado varias veces por esa zona , es maravilloso , hay que tener cuidado en el manejo , pues por 200 kms uno tiene que manejar sobre la izquierda ya que de esta forma uno puede calcular mejor la orilla del precipicio del que no se ve al fondo .

También está el camino llamado la Ventana del Diablo, en Chulumani .

The Bolivian Road of Death!
(El Camino de la Muerte)

Of our four stories, this story clearly has the highest body count.  This South American mountain road is so treacherous that the Internet is lined with one horror story after another about buses, trucks, vehicles and cyclists plunging to their death.  But like the Siberian Highway of Mud, people have no choice – this road is the only connection between several small Andean villages and the outside world.

http://www.ssqq.com/archive/vinlin27b.htm

Enviado por Jaime Sanzetenea

  1. Comentar yet.
  1. Sin trackbacks aún.